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CAPÍTULO 1                                                                                LA PRIMERA VEZ

 

FJ:-“Después de veinticinco años en la empresa todavía estoy convencido de continuar manteniendo el máximo potencial creativo. Conozco a todos los clientes. Sus preferencias, sus necesidades, sus recovecos, en fin, todo lo que hay que saber para obtener el máximo rendimiento en cada campaña. La experiencia acumulada durante todos estos años enriquece tanto mi formación profesional como a su vez beneficia sin duda a la empresa”.

 

Fue en ese preciso instante, al intentar esgrimir los argumentos en mi defensa, cuando todo el esfuerzo se fue al traste en un segundo.

 

J:-”No imaginas cuánto tiempo he esperado a que llegase este momento Sr. Joya”.

 

Esa fue la penúltima frase que pronunció mi jefe sesgando de cuajo todas mis expectativas laborales. Mientras yo permanecía allí, sentado frente a él, en aquel despacho de paredes empapeladas de puro narcisismo con diplomas, premios y menciones de honor, intentaba no perder la compostura flemáticamente, con cara de circunstancias.

 

FJ:-“¿Es irrevocable?” pregunté, obligado a extender la mano recogiendo la pluma que él me ofrecía con el propósito de que estampara mi firma en el finiquito que ya tenía preparado sobre la mesa.

 

Estaba despedido. 

 

Encogiéndose de hombros mientras reclinaba lentamente su corpulenta espalda en el fastuoso butacón de piel, legado de su antecesor, retiró lentamente el cohíba de su boca. Meciéndose ligeramente de un lado a otro, en aquella especie de trono divino, exhaló una enorme bocanada de humo que me impregnó por completo de aquel pestilente olor. Ni se molestó en quitarse las gafas de sol ante mi presencia.

Denoté cierta explosión de júbilo en la expresión de su rostro, hasta entonces ligeramente contenida, al recoger el finiquito que se me escapaba de entre los dedos una vez firmado sin poder retenerlo:

 

J:-”Espera que me da la Risa”.  Manifestó.  

 

De repente, como un flash, regresó a mi memoria sin poder evitarlo el recuerdo de la primera vez en mi vida que pude escuchar esa dichosa frase, siendo capaz de comprenderla en toda su vasta extensión.

Por unos milisegundos mi mente se remontó hasta mi más tierna infancia para rememorar brevemente aquel momento. Cuando era chaval

estaba enamorado de Laura.

 

Laura era la chica más bonita de todo el colegio. Estaba perdidamente colgado por ella a pesar de que nunca habíamos cruzado ni una sola palabra, tan sólo fugaces encuentros visuales por los pasillos del colegio ó durante la hora del recreo.

Estaba realmente convencido, entonces, que ella me correspondía con aquellos preciosos ojos verdes. Cada vez que la veía me deshacía como una onza de chocolate caliente sin poder evitar ruborizarme. Entonces yo tenía once años recién cumplidos y ella pasaba de los trece.

No podía dejar de pensar en ella a todas horas, día y noche, hasta tal punto que llegué a padecer insomnio e incluso a perder totalmente el apetito. En esto último tuve que guardar muy bien las apariencias ante mi madre para que no sospechase nada. De tal modo evitaría incómodas preguntas.

 

Mi madre siempre me atiborraba de comida pero la verdad es que yo tampoco rechazaba nunca un buen bocado. Reconozco que por aquella época estaba un poco fondón.

 

“Cuando uno come es señal de que está sano” decía ella siempre. ¡Qué tiempos!

 

Ante la falta de apetito a la hora de comer aprovechaba cualquier despiste de mi madre para traspasar la comida de mi plato a la boca de Luk, mi fiel perro. Siempre estaba alerta. Permanecía en todo momento atento a mis movimientos máxime si había comida de por medio. Podía confiar en él. Era el mejor buzón que he visto jamás. ¡Se lo comía todo incluso hasta las pinzas de madera que mi madre utilizaba para extender la colada!

 

Cierta tarde, después de llegar a casa, decidí armarme de valor para pedirle a Laura que fuera mi novia. Con el corazón en un puño tomé prestadas, a escondidas, unas cuantas monedas del bolso de mi madre, aprovechando justamente el momento en que ella estaba en la cocina preparando un pastel.

Una vez las tuve en mi poder me despedí desde la lejanía con un:

 

FJ:-“Adiós mamá, hasta luego” mientras cerraba la puerta de casa lentamente tras de mí.

 

Esperando que no me hiciera ninguna pregunta de aquellas que siempre te obligan a volver, cuando más prisa tienes por marchar, respiré aliviado cuando contestó sin más:

 

M:-“No vuelvas tarde cielo”

 

Bajé los peldaños de las escaleras de tres en tres. Corriendo a toda velocidad por la calle me dirigí al supermercado de la Sra. Paqui, una de las cotillas oficiales del barrio pero parada obligada si quería comprar bombones.

Por fortuna aquella tarde ella no estaba. Me atendió su marido  Julián, un hombre un tanto hosco, más seco que la mojama, que apenas abría la boca más que para comer. De más pequeño hasta le tenía miedo.

Al cobrarme la caja de bombones aproveché para preguntarle si me podía dar una goma elástica la cual me entregó sin mediar palabra. ¡Perfecto!

 

Los bombones no eran nada del otro mundo pero por lo que me habían costado no se les podía pedir mucho más. Siempre le había escuchado decir a mi madre “lo que cuenta es el detalle” cuando de tanto en tanto mi padre se dignaba a hacerle algún regalo. Me apliqué el cuento pensando que sería suficiente para estar a la altura de la ocasión.

 

Al doblar la esquina, llegando al parque que había detrás de mi casa, me adentré en  una enredada zona de arbustos donde sabía que en teoría podría encontrar, con un poco de suerte, margaritas o algún otro tipo de flor de temporada. 

 

Todo el mundo pasaba por allí siempre que no estuviera el jardinero del ayuntamiento para recolectar lo que se terciase. Cualquier pretexto era bueno. Un cumpleaños, un entierro, un amor ó un yayo que se estaba haciendo el jardín en casa. En fin, desde luego, ¡era otra época!

Así que probé suerte y la tuve. Arranqué un buen manojo de margaritas un tanto pochas pero suficientes como para improvisar un “hermoso” ramillete. Las envolví con la goma elástica que me había facilitado el marido de la Sra. Paqui y… ¡et voilà!

 

¿Se lo imaginan? ¡Menuda chapuza!

 

Cuando llegué al rellano donde estaba la  puerta de la casa de Laura  pulsé el timbre, medio descolgado de la pared, mientras peinaba mi pelo hacia atrás ensalivándolo repetidamente.

 

Al poco ésta se abrió.

 

¡Sorpresa! apareció un tipo que por lo menos me sacaba tres cabezas con una melena rizadamente engominada toda para arriba, de aquellas denominadas “a lo afro”. Con aspecto cercano a  la mayoría de edad lucía unas ridículas patillas al estilo Elvis. Me resultó de lo más grotesco.

 

Con un cigarrillo entre los labios y ajustándose el cinturón del pantalón, ante mi cándida sorpresa, sin ningún tipo de recato, preguntó con ciertos aires sospechosos de agradable cansancio:

 

AF:-“¿Qué quieres chaval?”. Me preguntó mientras continuaba ajustando más aquel cinturón alrededor de la cintura. Por cierto, el pantalón estaba un tanto abultado en su zona genital.

 

FJ:-“Hola”. Contesté titubeante reuniendo la suficiente valentía para hablar mientras me temblaban los tobillos. Balbuceando, finalmente acerté a preguntar:

 

FJ:-“¿Está…está Laura? Pregunté a la vez que mantenía los brazos alzados, cual Cristo crucificado, con la caja de bombones en una mano y el ramillete de margaritas  en la otra esbozando una acongojada sonrisa.

 

Al instante apareció Laura, con toda su preciosa melena de color negro azabache hecha un higo, medio jadeante todavía. Abrochando también, curiosamente de manera apresurada, los  botones de su preciosa blusa azul turquesa, me preguntó a su vez evidentemente sorprendida:

 

L:-“¿Y tú qué quieres? ¡Menos mal, por un momento pensé que eran mis padres!”. Respiró aliviada mientras besaba la mejilla de aquel peludo orangután.

 

Este mirándome fijamente apuntilló riendo a carcajada limpia:

 

AF:-“Espera que me da la Risa. ¡Pobrecito!”

 

Aspirando una profunda bocanada de aquel cigarrillo, por cierto de forma un tanto irregular  y con un olor parecido al incienso, sin parar de reír volvió a preguntar:

 

AF:-“¿Pero dónde vas pardillo?”.   

 

La madre de Laura, divorciada, rondaba la cincuentena mientras yo apenas pasaba de la decena, así que por rigurosa lógica para ¿quién narices iban a ser aquellos presentes? para ¿su madre?

 

Cuando aún lo recuerdo…

 

Salí corriendo de allí tan deprisa que creo que mis calzoncillos se quedaron flotando en el aire cual dibujo animado. ¡Menuda cagada!

 

Ni que decir tiene que evité por todos los medios coincidir más con Laura en el colegio todo lo que restó de curso hasta que, por fin, llegaron las vacaciones de verano. Ella se graduaba ese año por lo que desapareció definitivamente de mi vida para siempre.

 

¡Qué mal lo pasé hasta que no llegó ese día! En fin. Ese fue mi primer y efímero amor que pasó de ser totalmente platónico a ser prácticamente escatológico.  

 

 

 

 

REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL BARCELONA, ESPAÑA

© 2013 Fernando Goya

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